Ya ha corrido siete veces la Coruña 42, pero en esta maratón asumía por cuarto año consecutivo una encomienda de la organización. Portaba un globo que marcaba a quienes quisieran o pudieran seguirle un ritmo que les iba a llevar a completar el reto en 3 horas y 30 minutos. Importa la meta, pero también el camino. Sobre esa ruta escribe Xabier Rodríguez, que sabe que en los tiempos del GPS su trabajo debe ir más allá de ser un simple metrónomo (un poco menos de 5 minutos el kilómetro). Por eso trasciende hacia lo psicológico en una batalla en la que mientras sus acompañantes buscan sus límites, él les acompaña con animación, con gritos, chistes. Al principio partió con unos 80 acompañantes. A la meta llegó solo. Muchos pecaron de optimistas y se fueron quedando, otros se dispararon al final para arañar un par de minutos al registro previsto. La experiencia siempre es de las que no se olvidan porque hay muchas historias en una maratón.
La recta de Oza mide 1.300 metros. No hay carteles electorales en las farolas, las gaviotas son de carne y no de papel. A ningún coruñés se le ocurre pasear por estas aceras donde las hierbas brotan entre el cemento. El mar se siente con el pestilente aroma a pescado de Ordenalfabétix, aquel comerciante de la aldea de Astérix, pero se oculta detrás de los muros y de las naves industriales. Al otro lado, las vías sin trenes ni pasajeros. Aquí solo se viene por obligación, a currar. Salvo que estés loco, como nosotros.
Son solo 1.300 metros, tres vueltas y poco a una pista de atletismo, una distancia anecdótica en cualquiera de los entrenamientos que los que me acompañan han hecho por el animado paseo marítimo o por la agradable senda del río Mero, pero nuestra ciudad es demasiado pequeña como para cubrir 42 kilómetros (y 195 metros) sin repetir paisaje. A Oza se va y de Oza se vuelve, una vez, dos veces, tres veces. La calculadora que cualquier corredor lleva en su mente opera más rápido que sus piernas. Son 10.000 metros, casi una hora, que viviremos en el Mordor de nuestra maratón.
Hemos dejado atrás los nervios de la salida, las cien visitas al baño, los saludos a compañeros de estas batallitas llamadas retos. La primera subida hasta la Casa de los Peces y el bochorno gris del día han llevado demasiado pronto las gotas de sudor a nuestra frente. La conversación es animada en el grupo de los que sueñan con terminar en la simbólica marca de 3 horas y 30 minutos. El globo que me ha dado la organización rebota en los que me siguen cuando la brisa se vuelve en contra. Se ríe, se canta, se bromea, descubro que el pez más lento en un carrera de peces es el delfín. Y en esto, cuando aún no llevamos 10 kilómetros, el asfalto se arruga y nuestra nariz también. Lo anuncio para los de fuera. Para todos ustedes, el paraíso.
Este año tenemos una agradable sorpresa. Al inicio de la recta han colocado una pancarta que anuncia la entrada a las puertas del infierno. Otra similar nos despedirá a la vuelta. Dos animadores disfrazados de diablo nos ayudan a aumentar el buen humor. Recordamos entonces la leyenda de Andresín, icono de la desolación de la zona. Andresín, bautizado así en un foro de corredores, era un gato que se guió por el olor de los pescados de Ordenalfabétix. Por causas que se desconocen, encontró la muerte en la acera y su cadáver yació allí durante semanas. Al principio, hacía más tétrico el recorrido para los que entrenaban por la zona. Después, acabó sirviendo de referencia para medir la distancia de las series.
El grupo es numeroso cuando volvemos a la salida. Ya va el primer tercio de carrera, ese que se debe cumplir sin que las piernas protesten. La brisa ha medrado y se ha convertido en un viento que nos golpea cuando miramos hacia Riazor. Anuncio a la tropa que puede insultarme si no le gusta el ritmo o los chistes, que soy árbitro e inmume a estos desahogos. Al paso por la media maratón, salta la primera protesta. “¡Vamos muy rápido!”, me grita uno. Sus sensaciones le llevan a engaño. No es que se haya acelerado el paso, simplemente empieza a sufrir para aguantarlo. Se queda instantes después, junto a algunos más.
Solo los que han corrido Coruña42 se han dado cuenta de que Manuel Murguía, la calle de la tribuna del estadio, no es llana
Apenas seremos cuarenta cuando afrontamos el segundo paso por nuestra recta. Las carcajadas de antes se diluyen en una leve sonrisa cuando escuchamos a los Kilomberos de Monte Alto, que se han ido a la otra punta de la ciudad para amenizarnos el dolor. Las piernas acumulan esfuerzo, pero la mente debe compensarlo empezando a restar los kilómetros hasta meta. Anuncio a gritos que el hombre del mazo está de huelga, que se ha quedado dormido, que el muro es una cosa de Trump que no existe en Coruña. Pero la maratón no perdona a quien osa ir más rápido de lo que debe. Unos se descuelgan en el segundo paso por el Obelisco y otros lo harán en la tercera subida a la Casa de los Peces, donde está el temido mojón del 30. La ligera pendiente de antes parece ahora la cuesta de la Torre de Hércules. Solo los que han corrido Coruña42 se han dado cuenta de que Manuel Murguía, la calle de la tribuna del estadio, no es llana.
Quedan cinco a meta y quedan cinco aplicados corredores conmigo. Llega el definitivo paso por Oza. La animación kilombera golpea nuestra cabeza. Ya no se regalan sonrisas, ya no se hace el gesto del pulgar hacia arriba, no se saluda, no se ríe, no se canta. Muro a la derecha, muro a la izquierda, muro de frente. Se escuchan los pies de los corredores cayendo torpemente sobre la carretera. El pescado sigue ahí, pero el olor a podrido ha desaparecido. Unos se paran, otros caminan. Se hace el último giro en la rotonda donde se terminan los 1300 metros. La carrera se convierte una contrarreloj donde cada uno agoniza en solitario. Es el silencio absoluto, la soledad del maratoniano, el momento en el que buscas en tu interior un motivo para no pararte. En nada ayuda ver cadáveres humanos deambulando como si fuesen Andresín.
Y en esto, la recta se acaba, se pasa por el arco que anuncia el fin del infierno que en esta tercera vuelta es el comienzo de los cielos. Había prometido acabar siendo una liebre afónica.
— Detrás de esa curva, hay una sorpresa. ¿Cerveza? Nooo ¿Pulpo? Nooo… Lo que hay es… ¡el 40!
Quedan dos kilómetros (y 195 metros), esos que los optimistas decimos que no se corren, se disfrutan. Nos sobra un minuto para el objetivo. Ralentizo el paso, dejo irse a los fieles que me llevan aguantando más de tres horas. Miro hacia atrás para ver a quien le puedo dar el último impulso moral para conseguir el objetivo. Rescato a cuatro y, a la hora fijada, me preparo para entrar en meta.
Son ya muchas maratones. Es la séptima vez que termino la nuestra, la más bonita del mundo porque es en la que más amigos te rodean. Cruzar la línea, cumplir el objetivo, recibir el agradecimiento de los que te siguieron es un subidón que compensa todo el sacrificio. La llegada triunfal a María Pita queda siempre en el recuerdo, pero lo que realmente llena de orgullo es haber sobrevivido a seis rectas de Oza, el paraje donde mueren peces y gatos pero nacen los héroes.