VIEJA GRADA ELEVADA

El pescador tiene una caña

Un relato sobre la epopeya de los principales clubs de fútbol gallegos en la primavera de 1994

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Reportaje publicado en la revista Panenka num. 65

La perspectiva que ofrecen 23 años anima a pensar que fue algo irrepetible, un mes y medio en el que se citaron el anhelo y la decepción, la gloria y 
la derrota. Fue un tiempo memorable en el que Galicia recibió gracias al fútbol un chute de autoestima tras ver de lejos los fastos del 92. Los noventa le pillaron con el paso cambiado a aquel lejano oeste al que regresaba un crepuscular Manuel Fraga para ejercer una suerte de virreinato que duró tres lustros. En 1993 obtuvo en las urnas su segunda mayoría absoluta, la más holgada. Fue el año del Xacobeo y el Pelegrín, la mascota que abanderó la monetización de un evento religioso que mudó hacia turístico. “¡Hacen falta más gallegos!”, clamaba Fraga ante una pirámide demográfica con una cúspide cada vez más ancha. No sobraban oportunidades. Sectores como el naval, el pesquero o el lácteo estaban en reconversión, pero por el camino brotaron impulsos. Crecía un gigante: en 1988 Amancio Ortega abrió su primera tienda Zara fuera de España, en Oporto. Un año después lo hizo en Nueva York y al siguiente, en París. Se hacían también buenos negocios en el emergente terreno de las telecomunicaciones o en alguno más clásico como el conservero o el de la madera, pero también en la sumergida economía en la que aplicados estudiantes del rubio de batea se sacaron un máster en narcotráfico. No era fácil ser gallego. Probablemente tampoco lo sea hoy.

El fútbol se mimetizó en ese contexto entre lánguido y efervescente. Los noventa empezaron con el Celta camino de Segunda y el Deportivo lejos de la máxima categoría por decimoseptima campaña consecutiva. El Compostela jugaba en Tercera. Cuatro años después se juntaron en Primera División tras una singular epopeya de caras, cruces y agónicas resoluciones. Entre el 20 de abril y el 1 de junio de 1994 el Celta perdió por penaltis la final de la Copa del Rey, al Dépor se le escapó el título de Liga en el último minuto del último partido y el Compostela escaló a Primera tras superar una promoción que precisó un partido de desempate. Ningún recorrido era esperado. Al Celta nadie le aguardaba en una final copera. Perdió una en 1948 y 20 años después se quedó en la antesala. La nueva oportunidad le llegó mientras pugnaba por consolidarse en su segunda campaña consecutiva entre los grandes. “Queda la pena de que pudimos hacer historia, pero también es bonito hablar de ello y recordarlo”, previene Patxi Salinas, uno de los líderes de un equipo bregador, generoso en el esfuerzo y de gran fortaleza defensiva en el que un año antes el meta Cañizares había ganado el Trofeo Zamora, empatado con el deportivista Liaño. Era una buena pista sobre lo que se estaba cociendo. “Puede que sea conservador, pero lo que no soy es un atolondrado”, explicaba Arsenio Iglesias a 160 kilómetros de Balaídos. Allí Txetxu Rojo, mito del Athletic y colega en los banquillos, iba en esa línea. “No sobraba calidad, pero sabíamos afrontar los partidos”, rememora Alejo Indias, un central expeditivo que se forjó en la cantera del Barcelona antes de llegar a Vigo.

El Celta era canchero, pero cuando se inició 1994 andaba en problemas y muy cerca del descenso tras ganar apenas tres partidos en las 16 primeras jornadas. En ese escenario de apreturas la Copa parecía un engorro. Tuvo también algo de vía crucis. El primer escalón lo superó en la prórroga frente a la Gramenet, que entonces era puntero en Segunda B y había ganado la ida en Barcelona jugando de prestado en el campo de tierra del Júpiter porque el suyo estaba ocupado por un concierto de El Último de la Fila. Los rivales fueron cayendo: Albacete, no sin apuros; el Talavera, ante los reproches de Balaídos; en octavos de final quedó apeado el Logroñés en los penaltis y, en cuartos, el Oviedo, ya con mayor solvencia. Para entonces la pesadilla ya trocaba en sueño. Entre los cuatro últimos supervivientes del torneo no estaban los equipos que mandaban en la Liga y el europeo Tenerife que adiestraba Jorge Valdano cayó eliminado y frustrado. “Jugar contra el Celta es como hacer el amor con un árbol”, clamó Ángel Cappa, auxiliar del técnico argentino.

Nadie marcó en la final del Vicente Calderón, un partido cerrado en el que el Celta desactivó el arsenal ofensivo del gran Zaragoza armado por Víctor Fernández. La mutua agonía llegó hasta los once metros, una baza que los celestes creyeron poder exprimir. Cañizares era un especialista. Sobre Cedrún, un tallo de casi dos metros, existían más dudas respecto a su capacidad felina. El Celta llevó la iniciativa en la tanda, pero un error en el quinto penalti le dejó expuesto a la derrota. “Siempre he sido un tipo con carácter”, se describe Alejo. Por eso cuando Rojo le preguntó si se atrevía a lanzar el último no miró hacia otro lado. Tenía buena pegada y en ocasiones se dejaba ver en la ejecución de las faltas, sin florituras, recto y fuerte. Pero mordió la pelota más que golpearla, pifió y Cedrún apenas tuvo que estirarse para atraparla. De tan sencillo pareció irrepetible. Tres semanas después el destino se encargó de negarlo.

El error de Alejo devolvió la mirada celtiña hacia Cañizares, que no había podido mostrar credenciales pese a adivinar la localización de dos de los cuatro primeros penaltis. En todos se tiró hacia su derecha. En el quinto, ante Paquete Higuera, decidió cambiar y la pelota entró por donde se había tirado en los anteriores. En la memoria de la derrota surge el recuerdo
de dos instantes previos a la resolución: una parada de Cedrún a testarazo de Salva, un aragonés, a cinco minutos del final y
el inicio de la prórroga. “Expulsaron a Santi Aragón y pensé que no se nos podía escapar”, relata Salinas. Hacia Zaragoza se fue el primer título alzado por un club reconvertido en sociedad anónima deportiva, un nuevo modelo a través del que se quiso presentar la llegada de un nuevo paradigma basado en el rigor en la gestión económica y la igualdad competitiva.

El Zaragoza acabó tercero en la Liga y meses después alzó la Recopa, pero quien portaba la bandera de la nueva frontera era el Deportivo y su presidente Augusto César Lendoiro, presentado entonces, antes de acumular una deuda de 160 millones de euros, como el gran gestor del balompié español. “Sin riesgo no es posible despegar y el dinero tiene que estar en el césped”, decía. Lendoiro era un apostador que se vanagloriaba de ir siempre un paso por delante de los demás, un hombre orquesta que era presidente, gerente, director deportivo y comercial. En 1994 era diputado en Madrid y líder del Partido Popular en el ayuntamiento coruñés. Ya había sido senador y máximo mandatario del deporte en el gobierno autonómico, luego presidió la Diputación Provincial así que ejercía como un político que obviaba rivalidades futbolísticas. Horas antes de la final copera un fax brotó en la recepción del Hotel Mindanao, donde velaba armas el Celta. Iba dirigido al presidente Ignacio Núñez y enviado por el Consejo de Administración del Deportivo, que en A Coruña decían que estaba integrado por tres personas: Augusto, César y Lendoiro: “Os enviamos nuestro aliento y entusiasta apoyo para alcanzar tan preciado título con el que esperamos que se inicie el remate de la que puede ser una memorable temporada para el fútbol gallego”.

Lendoiro presenció el fiasco vigués, una decepción que además comprometía el futuro más inmediato porque con cuatro jornadas por delante el equipo estaba en riesgo de descenso. “El Celta es un equipo duro, seguro que lo superará”, auguró. El Deportivo estaba en otra batalla: llevaba veinte jornadas como líder en la liga. Llegó a estar cinco puntos sobre el segundo clasificado y a aventajar en seis al Dream Team cruyffista barnizado por la única y deslumbrante temporada de Romário en el Barcelona. Un triunfo en Santander con cinco partidos por disputar le dejó tres puntos por delante de los culés en un campeonato que concedía dos por victoria. Para entonces el mundo ya había descubierto un filón de historias en Riazor. Los más atrevidos intentaban descifrar a Arsenio. “¿Cuál es
su método de trabajo?”, le preguntaron. “La prudencia. No encontré otro mejor todavía”, replicó el técnico. “Le gustaba parecer más pailán de lo que era”, ilustra Liaño sobre el tipo al que conocen como El Zorro. “Me llaman así porque a veces no aclaro bien los motivos por los que hago las cosas”, matizaba Arsenio, que entonces caminaba hacia los 64 años. No gozaba del favor del sector más añejo de la grada deportivista, pero tenía el de la nueva generación que llegaba a Riazor. Una tonadilla que se entonaba desde el único fondo que tenía el coliseo coruñés resumía su trayectoria reciente en el club: “Hay un hombre en Riazor / al que todos tratan como un cabrón / nadie se quiere acordar / que él fue quien nos ascendió / nos salvó en la promoción / y a la Uefa nos llevó / Tribuna menos criticar / dedicaros a animar / Arsenio tú nunca te irás / con los Blues siempre estarás / este canto es para ti / venga todos a cantar / Arsenio quédate“.

Al Deportivo se le empezó a escurrir la Liga de los dedos cuando dejó de ser simpático para convertirse en rival. “Vamos a ser campeones y el Sporting será segundo. No aguantarán”, auguró Charly Rexach, segundo de Cruyff, cuando mediado enero los coruñeses les aventajaban en cuatro puntos. Pronto surgieron noticias sobre el interés culé en varios deportivistas, Bebeto
se quería ir a Brasil y Mauro Silva tenía a Italia en el punto de mira. Ya en abril un editorial de Sport apuntó a Arsenio: “¿Qué títulos ha ganado este señor?”. El deportivismo no estaba acostumbrado a ese tipo de embates y los sintió como puñales. Y al equipo le hicieron mella porque además Cruyff redobló
la presión cuando logró que el Barcelona jugase casi todos sus partidos antes que el Deportivo. De 30 puntos posibles en las últimas 15 jornadas el Barça sumó 28. “Esto se hace muy largo”, reconoció Arsenio cuando a tres estaciones del final igualó en casa frente al Rayo Vallecano. Había perdido por lesión a Claudio,
el vital abrelatatas del equipo, que ya no pudo regresar a un equipo sin combustible que empató sin goles tres de sus cuatro últimos partidos. Aún así tuvo varias veces el triunfo en la mano. Hubiera bastado con que en la penúltima jornada el Barcelona no lograse su única victoria en el Bernabéu en 13 años. El Deportivo ganó al día siguiente en Logroño ante un estadio teñido de blanco y azul, pero necesitaba vencer un partido más para festejar el primer título para el fútbol gallego.

Esperaba el Valencia, ya sin opciones de entrar en Europa. “Somos el segundo equipo de los españoles”, se vanagloriaba Lendoiro. “Todos quieren que ganemos”, abundaba Bebeto. Los periódicos amanecieron el día del partido con una reflexión del meta Liaño: “Asusta que sin ganar ya haya gente celebrándolo”. La ciudad se engalanó de azul y blanco y el carácter desconfiado del gallego claudicó ante la euforia de una previa electrizante, pero Mauro Silva siempre recuerda como sobre el campo, una vez rodó el balón, sintió espesos silencios. Desde el Camp Nou llegaron tempranas noticias de una derrota blaugrana ante el Sevilla, pero en cuanto se supo de la remontada se amplificó el bloqueo deportivista. Alguien en el descanso le dio unos ajos a Arsenio, que hacia el final
del partido pisó el campo para plantarlos. Bebeto miró al cielo y balbuceó rezos durante varias fases del partido. Luego le afearon que no diese un paso para lanzar el penalti que valía una Liga, pero ese balón no era para él. Llevaba el nombre de Donato, que aquella mañana había ensayado el gesto del golpeo en el hotel de concentración: “Sabía que González siempre se tiraba a su derecha”. Pero llegó seis años tarde al gol eterno porque Arsenio le sustituyó por Alfredo a 20 minutos del final. Bebeto falló dos penaltis aquel año y no tenía confianza. Djukic había anotado el del triunfo en la visita al Calderón justo al minuto siguiente de que Alfredo saliese al campo por Donato. Pero a quien reeditó fue a Alejo. “Fui a chutar sin saber lo que iba a hacer”, reconoció.

José Luis González apenas había jugado aquel año, pero una semana antes volvió al equipo. Donato lo sabía, cayó hacia su derecha y detuvo el disparo de Djukic, flojo y sin fe. Nadie jamás sospechó que una Liga podía decidirse así. Mientras en Barcelona se festejaba, en A Coruña anidaba la indignación por la intensidad gestual de algunos futbolistas del Valencia. González alzó el puño al cielo tras su parada y otros compañeros lo celebraron arrodillados en el suelo. En Riazor lloraban niños
y mayores, padres e hijos, abuelos que jamás habían soñado con ver a su equipo campeón. En las tripas del estadio varios periodistas increparon a los jugadores del Valencia. “Tengo la conciencia muy tranquila”, se despidió su técnico Guus Hiddink. Luego se supo que declinó cobrar dinero procedente de un tercero, algo que entonces estaba prohibido pero no castigado como ahora por el Código Penal. En 2008 el zaguero Fernando Giner reconoció en El Confidencial que habían recibido una prima del Barcelona. Otros tres futbolistas, bajo petición de anonimato, confirmaron esa versión a El País: “Cobramos a la semana siguiente. El dinero lo recogimos en la autopista, a mitad de camino entre Valencia y Barcelona. Se encontraron un jugador nuestro y uno de ellos”. El pago fue de
50 millones de pesetas, unos 300.000 euros. La mayoría de los futbolistas se embolsó tres millones de pesetas, unos 18.000 euros. El búlgaro Lubo Penev protestó: “¿Tres millones? Una Liga vale al menos diez”.

En A Coruña miles de aficionados desfilaron hacia la fuente de Cuatro Caminos, lugar previsto para el festejo colectivo, como si el resultado fuese un mal sueño. Tampoco se suspendió la cena programada para que el equipo celebrase el título. Donato, enfadado por no poder lanzar el penalti, no asistió. El menú invitaba a sentarse a la mesa: percebes, nécoras, centollas, cigalas, lenguado y de postre una gran “tarta de campeones”. Pero Arsenio prefirió irse a un rincón y encender, tras años sin hacerlo, un cigarro. Dio unas caladas y pidió un cubata antes de irse a casa. Nadie le había marcado gol en las seis jornadas anteriores, pero la ventaja se esfumó la noche en que nació una rivalidad. “Arrieros somos y en el camino nos encontraremos”, advirtió Liaño. 13 meses después el Deportivo alzó su primer título, la Copa del Rey. Enfrente estaba el Valencia.

Horas después del llanto coruñés, el Celta con firmó su permanencia tras rescatar un punto en la jornada final en Valladolid. A unos les servía para evitar la promoción y a otros para no caer al descenso. El apaño fue tan colosal que una señora accedió a la sala de prensa, aún no se sabe cómo, y se lo echó en cara a Txetxu Rojo. “¡Nadie me va a devolver el precio de la entrada!”, le gritó. El Valladolid y el Rayo Vallecano tenían que defender sus puestos en Primera en sendas eliminatorias contra dos rivales de la categoría inferior.

Desde abajo emergía el Compostela, otro inesperado invitado. Santiago nunca había sido una ciudad de fútbol, tampoco
el club atesoraba una fecunda historia. A finales de los 80 estaba instalado en el amateurismo, sin recursos, sin afición, aparentemente sin futuro hasta que llegó a la presidencia un burbujeante directivo. José María Caneda había sido corredor de fondo, pero en el fútbol tenía prisa por llegar y a veces se convertía en incómodo por su talante lenguaraz y sus peculiares patadas al diccionario. Reclamó que le creyesen a pies juntitos y que nadie se rascase las vestiduras. Acusó a sus jugadores de salir al campo amerdentados, les asignaba elevadas cápsulas
 de rescisión y reclamaba el dinero cantante y sonante. Decía que nunca iniciaba las hostialidades, pero llegó a tener algún rififí con entrenadores y presidentes. Inolvidable aquel con Jesús Gil, pero ni entonces dejó que le pusiesen entre la espalda y la pared. Nunca le gustó que le adornasen la píldora y en ocasiones dirigió el club a ojo de buen cubano.

Caneda fió su suerte al trabajo en el banquillo de Fernando Castro Santos, otro técnico gallego. “Pocos dirigentes vi tan avispados e intuitivos”, describe el único entrenador del fútbol español en pasar de Tercera a Primera por todas las estaciones y en apenas cuatro años. Hubo un futbolista, Suso Moure, que lo hizo de la mano con él y le recuerda con afecto: “Santos era un tío muy honrado al que le gustaba entrenar en sesiones larguísimas. En algún momento sentías que te faltaba chispa, pero al final volabas”. El Compostela ganó tres promociones para llegar a lo más alto. En la última ya se había enriquecido con una mezcla de meritorios y el bagaje de Abadía, Tocornal, Fabiano, Bellido o Lucas.

Todo en Santiago remitía a un club peculiar. Cuando subió a Primera acababa de instalarse en el nuevo estadio de San Lázaro, pero no disponía de un campo para entrenar y lo hacía de prestado. “Íbamos a uno cerca del aeropuerto, pero cuando llovía se encharcaba y nos poníamos a correr en un campo de golf cercano”, recuerda Moure. “Bastantes contratos se hicieron en una servilleta de papel tomando unas tapas”, ilustra Castro Santos. Un vídeo disponible en YouTube recoge la euforia desatada tras el ascenso a Segunda
y como José Albarrán, un expresidente, se dirige a la plantilla ante un atestado vestuario, políticos incluidos: “Os voy a entregar medio millón de pesetas, como había quedado”. Y a continuación saca un cheque de un sobre y se lo da al capitán, Carlos Cea.

Cea estuvo a punto de completar la misma peregrinación que Castro Santos y Moure, pero colgó las botas veinte partidos antes del ascenso a Primera. Era titular indiscutible, pero como portavoz de la caseta tuvo un encontronazo con el presidente por unas primas no cobradas y la negociación de las del posible ascenso. “Los jugadores se pueden ir a tomar por
el culo”, bramó Caneda ante la prensa. Cea, un líbero de clase, tenía problemas para entrenar con sus compañeros porque se preparaba para ser médico en un hospital de la ciudad, así que decidió plegar en medio de lo que Caneda calificó como una revuelta instigada por él, Moure y Castro Santos. “Los infieles”, les señaló. Al final se pagaron y se pactaron las primas para enfilar hacia una promoción contra el Rayo que precisó un partido de desempate en Oviedo. José María Ruiz-Mateos, entonces al frente de los vallecanos, trató de seducir a Caneda antes de que los jugadores saltasen al campo: “Nos jugamos 6.000 millones de pesetas, así que te doy 500 ahora y 500 después y asciendes el año que viene”, le lanzó medio en serio, medio en broma. Pero nadie tuvo dudas en el Compostela, que refrendó con un 3-1 su superioridad en el viejo Tartiere ante 7.000 aficionados llegados desde Galicia. Cinco años atrás apenas 200 acudían a verles como locales al viejo campo de Santa Isabel. “No se aprovechó aquello para dejar un poso”, lamenta Moure.

Por segunda vez un trío de equipos gallegos acampaba entre los grandes. Había ocurrido justo 25 años antes, pero entonces Deportivo y Pontevedra perdieron la categoría. En aquellas cuatro campañas que sucedieron a las peripecias de la primavera de 1994, el Compostela llegó a ser subcampeón
de invierno. Ahora está de vuelta en Tercera, juega otra vez ante una reducida parroquia y la única huella del pasado es
el recuerdo. Celta y Deportivo iniciaron una edad dorada.
Los primeros perdieron otra final de Copa ante el Zaragoza y permanecieron en la máxima categoría hasta 2004, justo la temporada en la que llegaron a los octavos de final de la Liga de Campeones. El Deportivo completó por primera vez en su historia veinte años seguidos en Primera División, se quedó a un paso de sendas finales de Recopa y Champions, ganó en los principales coliseos del continente y alzó seis títulos, entre ellos la primera liga del nuevo milenio, con gol de Donato en el último partido y en la portería donde debía de haber lanzado aquel penalti. “El pescador tiene una caña, si no pesca hoy pescará mañana”, había avisado entonces Lendoiro.

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